Para Josu y Ana

Por Francisco Javier Rojas Trejo

Cuando recibí mi diagnóstico como VIH positivo fue como si me hubieran lanzado por el desagüe. De pronto estaba cayendo en una coladera sin fin, petrificado de miedo. Recuerdo que en ese momento dejé de ser yo y me convertí en mis demonios. Las miradas que me rodeaban eran dedos índices que me señalaban con voces chillantes diciendo: “sidoso”

Mi cabeza se convirtió en un catálogo de insultos y descalificaciones que día a día se afilaban para atravesarme y, poco a poco, destruirme. Casi todos los demás padecimientos y enfermedades de este mundo se recargan encima de la red de la sociedad, ahí donde las personas muestran de inmediato empatía y soporte; con el VIH uno termina sintiéndose debajo.

Días después de mi diagnóstico, un amigo me propuso que nos viéramos para platicar al respecto. Tuve que corroborar el nombre de la calle y número en el que me había citado pues me encontraba frente a una funeraria. Cuando él llegó, lo primero que me dijo fue: “Te ofrezco dos opciones: o eliges el féretro que más te guste o vamos ahora a ver a mi terapeuta. En ambos casos yo invito”.

Antes de que hubiese pasado una hora yo estaba sentado frente a Josu, un hombre de pelo blanco, ojos brillantes y una sonrisa impecable. Después de que mi amigo le explicó la razón de mi presencia ahí, Josu se tomó unos segundos y me preguntó: “¿Te gusta mi dentadura?” Yo, sin entender bien qué sucedía, lo miré y dije: “Sí”. “Es mía porque la compré”, contestó.

Josu era un psiquiatra que había combinado el estudio del psicoanálisis con el budismo. Pero antes que eso, era un superviviente del VIH. Cuando lo diagnosticaron (hacía más de 30 años) le dieron un año de vida debido a un cáncer de boca que lo dejó sin un sólo diente. Me contó que él, al igual que yo, tuvo frente a sí la sencilla pero complicada decisión de seguir viviendo o no. 

Josu me cambió la vida. El viaje que inicié con él significó la infinita travesía hacia el amor propio. Con él aprendí que no había nada malo en mí, que no era necesario cambiarme sino cambiar la manera que me relacionaba conmigo mismo. Que no existe poder en el mundo que pueda castigarnos por simplemente ser quienes somos y que la culpa es un demonio que no sirve para absolutamente nada. Me enseñó que el VIH es una condena a la felicidad (literalmente: tener un buen estado de ánimo mantiene el sistema inmune fuerte y eso es lo más importante para contrarrestar al virus) y que yo tenía en mis manos la decisión sobre cuántos años quería vivir.

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Un día, después de cuatro años de haber empezado ese hermoso trayecto, Josu me dijo que su cuerpo estaba cansado y que se iría pronto. A las tres semanas de su advertencia, Josu murió. Aunque el dolor de su partida fue inconmensurable, las herramientas que me dejó fueron suficientes para superar su muerte y sobre todo para seguir de frente hacia la vida que me esperaba. 

Hoy, varios años después de la partida de Josu, la realidad vuelve a irrumpir en una de sus formas más caprichosas. En el lenguaje de la guerra, se podría decir que se muestra como una gran batalla a vencer, pero en el lenguaje de la paz se presenta como otra maravillosa oportunidad para virar el timón hacia nuevos horizontes. A una de mis hermanas la diagnosticaron con esquizofrenia paranoide, y el problema no sería tan terrible si no fuera porque uno de los argumentos que esgrime es que la ansiedad que sufre (no acepta su padecimiento) es porque yo soy gay y me voy a condenar en el infierno

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Cuando se abrieron las puertas de este nuevo desafío, decidí buscar ayuda, porque, aunque las enseñanzas de Josu siguen estando presentes, era evidente que el reto requería nuevas perspectivas. Es así que, gracias a una recomendación fortuita, conocí a Ana: una mujer de veintitantos años que ejerce la psicología con una pasión envidiable. Ana me ha enseñado a convertir las herramientas que forjé con Josu en utensilios dignos de un relojero

Mirando hacia atrás podría decir que mi vida no ha sido fácil, pero eso sería traicionar a Josu y a Ana. Mi vida es como ha sido y mi historia, lamentablemente, no es una excepción. Quienes tenemos la suerte de ser “diferentes” a la mayoría, de tener gustos “distintos”, de ser ”mayates” o “tortilleras” o “vestidas”, corremos el riesgo de terminar como barcos a la deriva.

Yo tengo el privilegio de contar con un amigo que, con crudeza, me enfrentó a mis propios miedos y me llevó con un especialista para que atendiera mi salud mental. También tuve el privilegio de poder costear tantos años de terapia y, después de este tiempo, puedo reconocer en mí la fuerza que tuve para emerger de lo profundo de ese desagüe. En medio del desamparo opté por hacer a un lado los prejuicios que giran en torno al concepto de “estar loco” y entendí que se puede construir un atajo a la conciencia por medio del cuidado de uno mismo.

A veces me preguntan por qué cuento mis secretos con tanta ligereza. Respondo que es importante que dejemos de ignorar a los elefantes sentados a la mesa, para enfrentarlos con responsabilidad. Tenemos que hablar de salud mental; sobre todo de quienes somos gays, lesbianas, transexuales, transgénero, intersexuales, personas no binarias y demás identidades que van a colisionar con un mundo que aún se resiste a la diversidad. Tenemos que hablar de amor propio. Tenemos que hacer algo para dejar de estar a la deriva y convertirnos en islas flotantes en donde las reglas de los grandes continentes no nos definan. •

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