Circo Atayde celebra infancias en el Esperanza Iris

Eliezer es casi un niño y ejecuta con precisión (porque, de no hacerlo, su nariz terminaría rota). No luce mayor a los quince años y el público explota en aplausos apenas termina la acrobacia que lo suspende, sobre tubos y esferas, a más de un metro de altura. Un mal movimiento podría ser fatal.

La caída llega en en el último movimiento. Se levanta, pide una segunda oportunidad. La pila de tubos llega a la cintura del adolescente. Lo logra. Los aplausos estallan nuevamente y sale del escenario con una sonrisa digna de quien se superó a sí mismo. Porque siempre serás tan bueno como tu último show.

Es el Circo Atayde, que llega durante un fin de semana —del 21 al 24 de abril— al Teatro de la Ciudad Esperanza Iris en el marco del mes de las infancias. Fuera de la virtualidad, espectáculos como este se agradece pues no sólo hay humanos y escena, sino que a más de uno nos regresan a la infancia entre carpas.

El payaso que teloneó vuelve a escena. Por suerte nadie en el público le tiene fobia y le saludan animosamente. Se transforma en mago. El encierro ha hecho estragos en el público y no entiende bien a bien en qué momento aplaudir, pero siempre sabrán cuándo reír porque la risa viene del alma.

Llega el equilibrismo con loza y no puedo dejar de pensar en lo imposible que sería hacer esas acrobacias con la vajilla en casa, así que me concentro en el siguiente acto: música de cuerda y piano que acompaña a una flexible gimnasta artística. Gira sobre un pedestal sostenido sólo por su brazo y un equilibrio envidiable.

Le seguirá un preciso malabarista que muestra su agilidad con un hipnótico juego de luces que se mueve al ritmo de una Big Band. La noche se pone tropical cuando cambia por pinos con luces que se vuelven el foco de atención ante un movido mambo. Los pinos se van, entran sombreros al ritmo de «La decadencia» de Panteón Rococó que pone a bailar ska a una madre y su hija.

Regresa el payaso. Ya compaginó con la audiencia y esta le responde a cada movimiento. Ha cambiado el tono: antes del telón era serio al ritmo de «Bella ciao» y ahora es autor de las más sonoras carcajadas.

Acto seguido, Diana y Fátima arriesgan el cuero cabelludo colgadas de un arnés, rodeadas por bailarinas con alas que prenden y apagan. La tensión —nunca mejor dicho— sube de nivel cuando las dos penden de la cabellera de una mientras hacen caprichosas posturas en el aire. Ambas cabelleras entran a prueba de resistencia hacia el final del número que más de una marca de shampoo querría para promocionar la calidad de sus productos no sólo por lo poderoso de sus cueros cabelludos, sino por las bellísimas formas que adoptan en cada movimiento aéreo.

Para cerrar, una de las acróbatas mostrará que su mandíbula es igual de fuerte que su cabello y sus musculosos brazos, cargándose ella misma y luego a su compañera que baila candorosamente.

Las luces neón de Flow Family llegarán a dibujar literalmente en el aire el nombre del Circo. Su actuación es psicodélica, se antoja parte de un festival de música electrónica. Los patines no paran y las luces tampoco.

Vuelve el payaso y un niño se roba, en su inocencia, la escena. Baila con él, sigue el juego como si conociera la rutina y, de la nada, decide que el arte circense no es lo suyo. El payaso muestra una paleta que hace volver al niño, quien la toma y regresa a su asiento ante una audiencia conmovida.

Es el gran momento de la noche. Él fue al escenario con su propio pie al solicitarse un voluntario, vio unos minutos desde el proscenio de un centenario teatro como si fuera la sala de su casa y, muy del estilo que da su edad, decidió irse cuando no se encontró dentro del show.

Esa es la magia del circo. Su trabajo es conmovernos, sorprendernos y mostrarnos las más bizarras habilidades humanas, las formas inimaginables que nuestros cuerpos son capaces de adoptar. Es un espectáculo para todas las edades siempre que se conserve la capacidad para asombrarse.

Vienen ahora los Hermanos Vivas. Ambos son más infantes que adolescentes y tienen un acto que requiere fuerza y precisión: el más grande impulsa al más pequeño con las piernas, mientras este hace piruetas en el aire como si fuera un muñeco de trapo que salta por la inercia. Hace un doble salto mortal y cierra la mágica noche que celebra los casi 134 años de la compañía.

Con una corta temporada en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, el público de la Ciudad de México podrá seguir experimentando el asombro de la mano de uno de los circos con más tradición en nuestro país. •

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